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TRUJILLO, Perú (El Mercurio, de Santiago. GDA).- A Régulo Franco no le cuesta escarbar en su memoria. Es más, recuerda todo tal como si hubiese ocurrido hace solo unas horas. Fue en julio de 1990. Después de haber trabajado durante meses en la excavación de la ciudad sagrada de Pachacamac, al sur de Lima, Franco llegó a Trujillo, en el norte de Perú, para investigar otros reconocidos sitios arqueológicos de esa zona: las llamadas Huacas (o templos) del Sol y la Luna; la ciudadela de Chan Chan, y también la Huaca del Brujo, un complejo ubicado 60 kilómetros al norte de Trujillo que había sido investigado en los años cuarenta por el estadounidense Junius Bird, pero del que todavía se sabía poco.
"Allí nos pasó algo extraordinario", recuerda este arqueólogo peruano, mientras camina hacia lo que, desde lejos, parece ser un simple cerro de arena amarillenta, pero que en realidad es un fabuloso templo piramidal de unos 40 metros de altura, construido con barro y adobe por la cultura moche a partir del año 200 -es decir, más de mil años antes que los incas-, y que todavía está en parte tapado por la tierra.
"Un colega nos contó que un huaquero (saqueador en yacimientos arqueológicos precolombinos) había encontrado unos frisos policromados en el lugar, de los que no se tenía antecedentes. Entonces fuimos a hablar con él y al día siguiente llegamos al sitio. Allí vimos a nueve huaqueros sentados al borde de un foso. Cuando nos acercamos, quedamos embrujados al ver un muro extraordinario en el que aparecía una red con pescadores, un zorro que bajaba y subía, y más relieves. Eso nos deslumbró y nos dijimos: 'Esto es de mucho valor'".
Efectivamente, después de este hallazgo, Régulo Franco dejó su investigación en Pachacamac y se instaló a vivir en carpa al lado del yacimiento, en pleno desierto. Con el tiempo su asombro inicial fue aumentando: tras cada excavación aparecían restos humanos, exquisitas piezas de oro y plata, cerámica y textiles. Pero lo más extraordinario lo descubrió en 2005: un recinto ceremonial donde encontró la tumba de una mujer que, como comprobaría más tarde, eran los restos de una antigua gobernante moche, la más importante de su época, que aparecía representada en diversas iconografías de esta cultura.
"Examinando los emblemas de poder (con los que había sido enterrada), nos dimos cuenta de que no era una sacerdotisa ni una oficial moche, sino una gobernante", dice Franco, con una sonrisa llena de satisfacción. "Por primera vez encontrábamos en un contexto ritual-ceremonial el cuerpo de una poderosa mujer, lo que cambió rotundamente la noción del poder en el antiguo Perú. Este hallazgo demostró que los gobernantes de antes no eran solamente hombres".
Casi 15 años después, el complejo arqueológico El Brujo, con la tumba y los restos de la Dama de Cao -que se exhiben en un moderno museo junto a la excavación-, es uno de los mayores hitos de la llamada Ruta Moche, un circuito turístico-arqueológico por la costa norte de Perú, entre las ciudades de Trujillo y Chiclayo, que ha ido poniendo en valor un territorio por décadas eclipsado frente a la fama de Machu Picchu, pero que tiene un atractivo tan similar como sorprendente.
Una franja de alrededor de 800 km -el territorio de ocupación moche, cultura que se desarrolló entre los años 100 y 850 d.C. y que alcanzó un esplendor comparable al de los mayas- donde todavía es posible encontrar tesoros que la humanidad ni siquiera imagina. Un sitio lleno de cerros que parecen cerros, pero que en realidad no lo son, y donde a cada paso uno se convence de que bastaría con cavar un agujero en la tierra para encontrar valiosas piezas . Instalado en su pequeña oficina junto al sitio arqueológico, el propio Régulo Franco lo explica. "Si seguimos investigando van a aparecer más cosas", dice. "Lo que hemos encontrado hasta ahora no es nada. Aquí hay arqueología para varias generaciones".
La llamada Ruta Moche es un circuito que debiera hacerse idealmente en cuatro días y que, si bien comenzó a desarrollarse a comienzos del año 2000, todavía parece incipiente.
En nuestro caso, comenzamos en Chiclayo, una desordenada ciudad de casas a medio terminar y destartalados mototaxis que viajan a saltos por los mismos lugares, pero donde hace siglos floreció la cultura moche, que alcanzó un desarrollo notable sobre todo en el ámbito artístico: su cerámica y orfebrería, representada en todo tipo de figuras antropomorfas, de animales y simbólicas hechas de oro, plata y cobre, entre otros materiales, son consideradas las más finas y elaboradas del Perú antiguo.
Una muestra de ese arte tradicional se puede ver en el museo de sitio de Túcume , 30 kilómetros al norte de Chiclayo, donde un grupo de artesanas trabaja piezas en plata y algodón natural inspiradas en la iconografía moche, y que los visitantes pueden ver, previa coordinación, en un pequeño taller que está allí mismo. En rigor, el complejo arqueológico de Túcume perteneció a la cultura sicán o lambayeque, formada tras el declive de los moches, pero igual es parte fundamental de esta ruta: consta de 26 pirámides truncas de barro y adobe, las cuales comenzaron a investigarse a partir de 1930.
Sin embargo, como sucede con buena parte de este circuito, para apreciar este lugar hay que recurrir a la imaginación. Lo que alguna vez fueron pirámides monumentales, con varios pisos, plataformas y murales, hoy es una serie de montículos de arena que parecen estar derretidos: se han ido desintegrando a lo largo de los siglos por el viento y, sobre todo, por la lluvia. Eso explica por qué algunas de estas huacas están cubiertas por techos de madera. Otras simplemente permanecen a la intemperie.
El gran problema, suelen repetir los expertos, es la falta de recursos. Túcume, por ejemplo, está siendo estudiado por arqueólogos de la Universidad de Trujillo, pero es evidente que buena parte de este sitio está desprotegida: hay una pirámide -donde quizás podría haber restos moches- que está en pleno poblado, al lado de las casas y las calles donde circulan los autos, los mototaxis, la gente.
"Todavía existen probabilidades de seguir haciendo hallazgos: nuestra única limitación es la escasez de recursos para la investigación", asegura Walter Alva, el más célebre arqueólogo peruano: fue él quien descubrió, en 1987, al Señor de Sipán, antiguo gobernante moche del siglo III que apareció en un sitio llamado Huaca Rajada, 35 kilómetros al sureste de Chiclayo, hallazgo que en definitiva dio inicio a esta ruta como nuevo atractivo turístico.
En su tumba se encontraron alrededor de 600 objetos fúnebres y fabulosas piezas de oro, turquesa y plata, que se exhiben en el impresionante Museo Tumbas Reales de Sipán, que funciona desde 2002 en la vecina ciudad de Lambayeque y que justifica por sí solo el viaje a esta parte de Perú.
Diseñado como una auténtica pirámide moche, uno va bajando piso por piso mientras observa en vitrinas buena parte de los tesoros que Alva y su equipo encontraron durante las excavaciones. Con justificada razón, el museo se ha convertido en uno de los más concurridos de Perú: desde su apertura hasta hoy registra 2,8 millones de visitantes.
"Este descubrimiento terminó con un gran museo que se convirtió en un atractivo ancla", dice el doctor Alva, el Indiana Jones peruano, parado una tarde junto a una de las exhibiciones. Alva todavía investiga en terreno, apoyado ahora por sus hijos arqueólogos Ignacio y Bruno. "Es una cuestión de prioridades", analiza. "Nuestra clase política aún no entiende que si se invierte en investigación podríamos tener más hallazgos, más museos, y sobre todo, podríamos mantener la expectativa del mundo sobre Perú, un país que ha sido cuna de civilizaciones muy complejas".
Desde Chiclayo viajamos alrededor de cuatro horas hacia el sur para llegar a Trujillo, una ciudad bastante más ordenada y que tiene un colorido y fotogénico centro colonial. Como sea, a estas alturas las ciudades modernas pasaban a segundo plano frente a las antiguas, las enterradas, cuyo esplendor todavía permanece oculto, en parte.
Es el caso de la Huaca del Sol y la Luna, otro impresionante complejo arqueológico ubicado a 8 kilómetros de Trujillo, que se abrió al turismo en 1991. Ubicado a los pies del cerro Blanco, este sitio consta de dos enormes pirámides, una que está abierta a público y aún con trabajos de investigación -la Huaca de la Luna- y otra -la Huaca del Sol- que apenas ha sido investigada.
El mayor hito de la Huaca de la Luna son unos muros de colores en los que se aprecia la figura de Ai Apaec, el dios de los moches. En esta huaca se encontraron alrededor de 70 osamentas que corresponden a guerreros que murieron como parte de la principal ceremonia de esta cultura: el combate ritual, una lucha cuerpo a cuerpo que buscaba conseguir a las futuras víctimas del sacrificio. La fachada principal de la huaca está restaurada en parte, y desde allí puede apreciarse la magnitud de las pirámides, sus plataformas y las paredes pintadas con coloridas escenas moches. Por más que esté derruido, el lugar es grandioso.
Aunque quizás un poco menos grandioso que el otro hito de esta ruta: la ciudadela de barro de Chan Chan, situada 7 kilómetros al norte de Trujillo, un conjunto de 9 palacios y 14 templos repartidos a lo largo de 20 kilómetros, muy cerca del mar. Chan Chan fue saqueado desde la época de los españoles y por mucho tiempo estuvo abandonado. Nuevamente, sorprende constatar que este sitio monumental -cuya construcción corresponde a la cultura chimú, que se desarrolló después de los moches- está a orillas de la carretera que va a Trujillo, como si fueran simples pedazos de tierra. La parte más protegida es el templo de Nik An, que se viene estudiando desde los años sesenta y que ha sido restaurado y descubierto en gran parte, lo que, de cierto modo, le quita un poco esa aura misteriosa que sí tenían las huacas antes visitadas, aún ocultas bajo la tierra.
Como sea, Chan Chan es de esos lugares que cualquier apasionado por la historia antigua debiera visitar alguna vez en la vida, y a ojos de quien escribe esto, lo más parecido en Sudamérica a Tatooine, el planeta donde vivía Luke Skywalker con su tío Owen en la Guerra de la Galaxias (esa parte de la película se filmó en Túnez).
Recorrimos Chan Chan una calurosa tarde de verano. Veníamos cansados desde la Huaca de la Luna y a estas alturas del viaje era difícil retener tanto datos, tantas fechas, tantas explicaciones. De pronto, lo mejor fue sentarse un instante bajo el sol del desierto y pensar que en realidad no estábamos en un lugar cualquiera, sino en un sitio monumental y sagrado que, nos ayudaba a entender quiénes éramos y de dónde veníamos.